4.8.11

Pensando en Madrid, me he quedado imaginando que inventaban el polvo de la simpatía. Lo inventaban a pesar de la ley del tabaco -ese polvo sería como una especie de rapé-, y al principio tenía algo de clandestino. El nuevo invento era capaz de transformar a un país entero. Quien lo probaba, cambiaba inmediatamente de humor y no sólo sonreía, sino que se volvía adorablemente alegre y simpático, relajado, atento a las opiniones distintas del prójimo: elegante, discreto, inteligente, demócrata de verdad.

En un primer momento, el inventor del polvo de la simpatía hacía sus primeras pruebas o experimentos con los taxistas de Madrid y en una semana les cambiaba a todos el castizo y guarro carácter convirtiéndoles en gente que escuchaba con abierta alegría, música clásica o bien recitales de poesía. Su simpatía era tan avasalladora y sus carcajadas tan bienhechoras que España cambiaba espectacularmente de la noche a la mañana, porque eran esos mismos taxistas de Madrid los que contagiaban la revolución de los claveles y la risa: una risa que, por arte del polvo mágico, se extendía hacia los obispos fundamentalistas y el personal de Iberia y acababa pulverizando literalmente la mala leche tradicional de los franquistas. Y todo el país reía y reía. Ya no se escribían más novelas sobre la guerra civil y había una gran fiesta en la antigua casa trágica de Bernarda Alba. 

Enrique Vila-Matas
Dietario voluble

(amén)